Capítulo 1: Tristeza
Tenía que escribir, no le quedaba otra opción. No se animaba a decirlo en voz alta por miedo a sonar ridículo, pero en el fondo lo sabía. Su única verdad. Escribir o morir.
La ducha le pegaba de lleno en la cara. Se había sentado en la losa decorada por manchones negros de humedad y apretaba los ojos a la par de la mandíbula. Sentía el pelo denso contra la cara, cuidarlo le parecía un despropósito cuando ni siquiera llegaba a hacer lo que quería con su día, hoy al menos sabía que quería.
Se levantó de golpe y la oscuridad se apretó alrededor de sus ojos, como arañitas acomodadas alrededor de su mirar. Sintió un cosquilleo en la cabeza, el mareo y la bajada de presión. Que ganas de dormir. Apoyó la frente en la cerámica fría y parpadeó lento, como si no quisiera abrir los ojos. ¡No! Su mente lo engañaba otra vez, conocía el cansancio melancólico. Se obligó a salir de la ducha determinado a escribir.
Tatiana tenía su voz, Marco sus dibujos, hasta Carla se expresaba con sus ensayos; cubría las páginas de tinta, revisaba y unía ideas desde atrás de sus lentes gruesos, tan fácil como respirar. Hasta la había visto sonreír en la biblioteca. Sonreir. ¿Por qué a él le costaba tanto?
Escribir era doloroso, le era doloroso. Implicaba abandonar el mundo, esquivar cada responsabilidad, huir del sueño, y evitar a los demás. Ahí, justo enfrente de sí mismo, como un ladrón que examina una caja fuerte, debía descubrir la combinación que le abriese su mente, la precisa combinación de gestos que desbloquease algún recuerdo, alguna idea, al menos un esotérico pensamiento.
Se secó y pasó una mano por el espejo empañado. En el surco recién abierto, como una herida, apareció su mirada. Dolor. Lo mantuvo el vértigo. Se hundió en sus ojos severos, dos rendijas entreabiertas a pozos negros por completo. Debajo, las líneas violetas declaraban ojeras superpuestas, noches y noches entre pesadillas, mañanas y mañanas de despertar sintiendo que no se había acostado. Cumplía sus ocho horas religiosamente pero, si no escribía, el cansancio lo atrapaba igual.
No había forma de escaparse. Hacía dos meses que no llevaba su mente al papel, al menos no como quería, no con esa sensación de cabalgata, ese foco de jinete y su característico andar sin rienda. Hacía meses que no se dejaba ir y su cuerpo lo resentía. El pecho respiraba en la superficie, como el el náufrago a flote, apenas con la cabeza por fuera del agua, boqueando a la primera ola. El cálculo lo estaba matando.
Se vistió de espaldas al espejo, no toleraba su cuerpo desnudo. De todas formas, en este estado, ponerse una remera era como cargarse un plomo, miró las zapatillas en un rincón y ni siquiera intentó ponerselas. Hacía semanas que se mantenía con el mismo guardarropas, ni imaginaba posible calzarse un par de jeans, ya no toleraba nada menos suelto que sus shorts de fútbol. Los olió antes de ponerselos, pasaron la prueba, no había corrido y tampoco saldría.
Cruzó el pasillo y tiró las zapatillas a un rincón de su cuarto, quedaron entremezcladas con la pila de ropa para lavar, unos cables viejos con destino incierto y las cajas de apuntes que no se animaba a tirar. Cerró las puertas del placard intentando ocultar el caos que se escondía dentro, para usar tres remeras y dos pantalones era un desorden injustificado.
Pasó por al lado de su escritorio y estiró una mano, lo acarició apenas, como tentandose. La computadora ya abierta lo esperaba en el centro, la pantalla negra reflejaba su cuerpo encorvado; parecería alto si no fuese por su postura. Vamos, es sentarse, abrir un archivo y escribir. Apoyó su mano en la silla, hasta la tiró para atrás. Entonces, su celular se encendió, escuchó la notificación como un chillido.
La pantalla, boca arriba al lado de la computadora, mostraba un mensaje, luego dos, enseguida tres. Mensajes del trabajo. Ya hacía rato habían pasado las seis de la tarde, no pensaba contestar. ¿Qué se creían, que a cualquier hora podían? Aunque. Aunque bueno, en realidad no era tan difícil, de hecho era tan fácil, ¿cómo no podían verlo? Miró de nuevo, acercó la pantalla a su cara, solo la luz azul la iluminaba, por la ventana apenas llegaban estertores de un atardecer moribundo. Le pedían aclaraciones sobre la última bajada publicitaria, necesitaban ya enviarle una respuesta al cliente, cuestión de vida o muerte. “No entendemos que quisiste decir acá, no entendemos esta referencia, me suena raro”, claro que no entendían.
Se hubiese reído, una de esas risas veloces, de las que hacen ruido con la nariz, como aspirando un moco, pero no, se agarró la sien y con una sola mano arrastró el dedo y empezó a contestar. No, no a esta hora, tenía cosas que hacer, no tenía que hacer una cosa, solo una y con esa alcanzaba. Se sentó en la cama, borró todo, empezó a tipear de nuevo. No, no. Tampoco iba a responder así.
Agarró el celular con ambas manos, como envolviéndolo, como se imaginaba que sería un abrazo, como serían si los tolerase. Se tiró de costado, la cabeza contra la almohada, los ojos iluminados, reflejando la pantalla de azul brillante. Escribió un par de líneas para aclarar la duda, incluso propuso dos versiones nuevas. “Ok, recibido”. Tema cerrado. Ahora tocaba volver. La pantalla negra reflejaba su cara, bajo su mirada se acordó. Escribir, quería escribir de verdad.
Miró el escritorio, ahora a dos metros de distancia, dos pasos, solo levantarse, encender la compu y abrir el archivo de texto. Miró al borde de la cama, los ojos entre las sábanas, asomó uno, atrevido, al límite del colchón. La distancia al piso se le hizo vertiginosa. Acomodó la cabeza en la almohada, se puso de costado y dobló las piernas. Gruñó apenas, una especie de bostezo anegado. Sintió el pecho, sintió la presión, la respiración se agitó de golpe y casi con una arcada la sintió subir, ahí estaba, a punto de salir, en el rincón del ojo. Mintió, se dijo que iba a parpadear, apenas a cerrar los ojos, un segundo. Al cerrar los párpados la dejó ir: una lágrima. Vencido, se quedó dormido.
…
Abrió los ojos de golpe, el pecho le apretaba con el peso familiar de las parálisis. Esperó ver una de las caras de sus pesadillas pero no pudo contener un grito cuando vió una sombra azul encima suyo.
—¡Ay,por Dios!
Quiso tirarse hacia atrás solo para ver su cuerpo quieto en el mismo lugar. ¿Veía su cuerpo? Ahí, encima de las sábanas revueltas, entre las almohadas desordenadas y sin haberse tapado, descansaba su cuerpo. Podía incluso ver su respiración subir y bajar. Acompasando el movimiento, una sombra azul se apoyaba sobre el. Letárgica, estirando primero dos extremidades hacia adelante, luego abriendo una boca traslúcida y por último arqueando su espalda, la sombra lo miró: un gato azul.
—No te imaginaba haciéndote religioso—dijo el gato sin mover ni un bigote.
Sus ojos brillaban de un color más profundo, los detalles aparecían en colores más claros, como bordes de luz fina. Detrás, el resto de la habitación no mostraba ningún color.
—¿Qué?—Tristán quiso gritar de nuevo pero la habitación se mantuvo en silencio.
—No te hagas el sordo, no es por los oídos que me escuchás.—el gato se lamía ahora una pata pero sus ojos seguían clavados en él.
Tristán miró alrededor. Todo estaba idéntico a como lo había dejado, la pila de cosas en el rincón, la toalla apoyada en la silla, el escritorio con su computadora, incluso vio su celular tirado al lado de su cara en la cama. La imagen era tan detallada que casi podía sentir su respiración.
—¿Estoy soñando, no? —se señaló con el dedo, el gato se acomodó sobre su pecho, su mano en la oscuridad parecía brillar apenas en gris plateado.
—Algo así, digamos. Estás del lado de los sueños.
Suspiró, eso explicaba. No del todo, pero al menos podía quedarse tranquilo que se despertaría y ya. Hacía años que no tenía un sueño lúcido. Eran episodios frecuentes en su infancia antes que, antes que… se paralizó, su visión quedó estática, sintió el olor. Incluso ahí en sueños, la mandíbula se hizo notar, apretó los ojos y su pecho vibró. Con la visión borrosa vió un movimiento en azul.
Al volver en sí creyó notar que el gato había aumentado de tamaño, al menos un poco. Cuando lo miró, se estaba relamiendo. El brillo parecía moverse, como un líquido fantasmal.
—¿Qué sos? —preguntó.
—¿Cómo Tristán, no me reconocés? Soy tu tristeza.
Entonces, dentro de la luz espectral, entre las hebras de luz azulina los vio: sus recuerdos, sus lágrimas, sus temblores y pesadillas. Ahí estaban con todo detalle y habían cobrado vida.
Hola,
Hoy de vuelta envío a última hora, espero que estés terminando bien tu fin de semana, si es que seguís despierto. El texto de hoy es algo diferente a los anteriores; no es ni un artículo de divulgación ni un cuento. Todo indicaría que es el primer capítulo de algo, no se si será una novela, una nouvelle o una saga. No quiero subirnos (a vos y a mí) demasiado las expectativas. Se que le tengo terror a los proyectos demasiado a largo plazo, mi cabeza tienda a entusiasmarse siempre con algo nuevo en el camino y me cuesta se persistente. Se que me encantaría estar en ese grupo selecto que escribió una novela, ni hablar publicar una también, pero que será, será.
Estoy muy enganchado con mis lecturas de Brandon Sanderson. En mi tiempo libre estuve viendo sus clases de escritura en la BYU y su podcast Writing Excuses. Si te interesa la escritura son buenos lugares para empezar y divertirse un rato.
Hace rato no comparto mi link a cafectito por acá ni mis enlaces a otras redes sociales. Estoy cada vez más reticente a participar de Instagram y Twitter. Cuando menos las uso menos las entiendo y cuando subo algo queda flotando en la nada, generando que quiera usarlas menos. Cafecito me suena demasiado demandante por lo qué hago, aunque me encantaría vivir de lo que escribo con un Patron. Pienso que quizás si le dedicase todo mi tiempo sería diferente. Esta semana estuve averiguando como puedo vivir de leer libros sin parar, pero por ahora no encontré una respuesta. Avisá si vos tenés una opción.
No quiero retenerte mucho tiempo más,
Espero que te haya gustado el correo de hoy, yo ya me voy al sobre.
Saludos,
Fidel