Despertó temprano, el ruido del ventilador sobre la cabeza, los autos en la calle, el sol deslumbrante por la ventana. El calor. La transpiración lo bañaba y sentía su cuerpo gotear. La cama estaba empapada debajo, decorada por una aureola de cuerpo tibio. La sensación térmica vencía los límites, vencía al intelecto humano, vencía al cuerpo. Mente y materia finalmente reunidos en una goma pegajosa. Una gelatina a lo que todo se adhería, la mugre, los muslos, el mal humor. Desde el piso de abajo se preveía la preparación, los golpes y estruendos de las ollas, cubiertos y muebles de cocina. Eran las ocho y el conflicto ya había comenzado.
Al bajar las escaleras lo golpeó el clima, el ponzoñoso saber de lo que vendría, todavía solo en sonidos, en discordantes choques sobre la casa. El horno estaba encendido, dentro algo se asaba, fuera el ambiente lo cocinaba. La figura larga que dirigía la casa se movía a saltos y porrazos. La casa llevaba un latido arrítmico, una banda fuera de tempo con una batería enloquecida, como de batutas partidas y parches desvencijados. La heladera sufría una y otra vez, la puerta del horno también. La perra iba de un lado al otro, corría para allá, corría para acá, giraba inquieta en el sitio, levantaba las orejas y gemía. Como los caballos en Italia antes del Vesubio, como las vacas tailandesas en el tsunami; los animales siempre anticipan los desastres. Los primeros temblores ya se presentían hasta por un humano.
Se sumó a las tareas, quiso hacer un chiste, nada. Quiso poner música pero enseguida sintió que dejaba que desear, bajó el volumen. Quiso tomarse su tiempo, no había lugar para eso. No era personal, era la vorágine devoradora de la obsesión, la mente suspendida en sueños y aspiraciones irrevocables. Los platos se llenaban de comida: la entrada, el principal, los postres. La cocina no se apagaba ni un instante, los fuegos ardían en cuatro hornallas, cazuelas, potes, tuppers y ollas deslizaban de un lado al otro. A cada error el ceño se fruncía, a cada manchón una palabra, y no demasiado buena. Las horas corrían, el reloj parecía querer enlentecer su correr y era mirado con desesperación, ya vendrían.
En breve llegarían en su atropellado desembarco, dejarían libres sus ansías, sus ganas, sus expectativas para que paseen por la casa, se trepen hasta los hombros y tiren de las orejas. Los niños a los gritos, los adultos a las risas, y entonces estaría todo bien (¿Estaría todo bien?), pero todavía no. Detrás de escena, antes de levantar el telón, la reunión requería sudor, mucho sudor, y sangre. No había órdenes, había sugerencias, había “si querés, si podés, si llegás”. La doble lengua es fuerte entre la sangre, cuanto mayor la cercanía genética, más la velada autoridad. La mirada fría es verdad que quema, aviva y apura. El aire denso como metal de cuchillo, el oxígeno que en uno apenas dejaba respirar en otra alimentaba la llama.
Todo ya en la mesa, ordenado, decorado, movido y reubicado, la segunda parte comenzaba. La limpieza del suelo, el rugido de la aspiradora, los baños relucientes; el ceño fruncido. ¿Por qué? ¿Por qué someterse al ritual, al sacrificio? ¿Por qué elegir un camino cuyo recorrido odiamos, donde cada paso es sobre las brasas, dónde la compañía obliga? No sé, pero sé que las preguntas (o sus respuestas), no son deseadas en esos momentos. Ahora toca el silencio y el hacer. Ya todo listo, ya preparado el sitio ritual, las ofrendas sobre el altar, la sacerdotisa en trance, en movimientos involuntarios, repentinos, latigazos de furia contenida, de flagelación autoinfligida.
El timbre suena, el calor es cúlmine, climático. Se abre la puerta y entra una brisa fangosa, pastosa; la asquerosidad del smog y la avenida se cuelan con risas y gritos de niños, con la voz quejumbrosa de la madre de madres, con los comentarios insensatos de unos, perdidos de otros, ignorantes de muchos. La casa es invadida de energía y el termómetro no lo soporta, la humedad trepa y mancha el techo, se condensa y caen gotas ácidas. El horno sigue encendido, abre para sacar el último plato, el principal, el final; sin saberlo libera el arca perdida. En medio de la cocina la madre se derrite. La cara deshecha cae sobre la ropa ardiente, las gotas de sudor se hacen unas con la piel y chorrean cera rosada. El resto come, desatentos, sentados en la mesa.
Hola, tanto tiempo, ¿no?
Se que no atendí el newsletter por algunas semanas, espero que sepas disculpar, estuve terminando la facultad y apenas podía pensar en dividir mi atención para escribirte. Espero que no te lo hayas tomado mal.
En todo caso, ¡me recibí! A partir de ahora soy licenciado en Ciencias Biológicas, o biólogo, para hacer más corto (Sí, ya todo el mundo me hizo el chiste de “dígame licenciado”, yo igual me sigo riendo).
Todavía me cuesta creerme dónde estoy, fueron casi 7 años de carrera contando el CBC, incluyendo un año y medio de tesis en medio de la pandemia, pero contra viento y marea, o encierro y tedio, ya llegamos.
Si querés podés leer la tesis completa por acá, voy a dejar el pdf y cualquier duda que tengas podés comunicarte conmigo directamente, mail, wpp, twitter, ya sabrás por dónde encontrarme.
Por otro lado, mi final de carrera coincidió con Navidad emburbujado, problamanente tener Covid (resultados en 24 hs), dos semanas de vacaciones y ver el mejor documental de los Beatles hasta el momento: unos días de topografía accidentada pero divertidos.
Espero que te haya gustado el relato de hoy.
Nos vemos la semana que viene,
Feliz año nuevo,
Fidel