El último color
Paseábamos por las calles francesas apurando el paso, la lluvia caía ligera desde hacía dos días. La niebla y las nubes no dejaban ver el cielo siempre canoso. Que te garúe finito no es nada especial en París. Cuando el invierno golpeaba con lluvias, heladas, nieve y viento, mis padres nos llevaban de museo en museo, parando a tomar chocolate caliente o café. Ese día tocó el Pompidou.
Dentro de los museos la libertad reinaba. Mi hermano y yo corríamos como ninjas, en silencio, llamándonos con gestos. Mis hermanas iban juntas de un lado a otro, hasta que encontraron la sala de los azules.
Me acuerdo de Carmen y Matilde enfrentadas al cuadro de Yves Klein. Sentadas frente al rectángulo azul, grande como tres puertas, renunciaron a todo movimiento. Mientras pasaba rápido de un cuadro a otro, ellas estuvieron frente a él, lo recorrieron y miraron detrás del bastidor. Se sentaron un rato largo pegadas a la tela, frente al límite de lo permitido, hasta bien pasado el reloj.
Recorrí las salas con mi ansiedad habitual. Me paraba unos minutos frente a un cuadro y cuando llegaba alguien al lado mío me eyectaba al siguiente, dejándolo de relevo. No quería dejar una pintura sin quien la mire. Las estatuas las recorría en trescientos sesenta grados y luego salía de su órbita proyectado hacia la próxima que me capturase en su atracción. Iba por el museo como en una calesita: mis padres, mi hermano y mis hermanas, a cada vuelta se alejaban un poco más. Cada vez que pasaba por la sala de Klein ellas seguían ahí, quietas.
En una de las vueltas no las vi. Fui a buscar a papá, tampoco estaba con ellas. Volvimos y la inconsistencia se había corregido, seguían sentadas en el mismo lugar.
— Se curva.
— ¿Cómo se va a curvar Matu? Es un cuadro.
— ¡Sí, Carmen! Te digo que se curva.
— ¿En las puntas?
— Sí, en las puntas. Y se ve para allá, como hondo.
— ¿Cómo se va a ver hondo Matu? Es azul, liso.
— Te digo que se ve hondo Carmen, como la pileta del campo a la noche.
— Ah, sí.
— ...
— Me gusta el color.
— Sí.
— ...
— Desde el costado no se ve la curva.
— No podemos apoyarnos en la pared.
— Está recto como la pared.
— Porque no se curva de verdad.
— ¿Cómo no va a ser de verdad Carmen?
— ...
— Quiero verlo un rato.
— Está frío el piso, Matu.
— Quiero verlo un rato más.
— ...
— Se curva.
— Te dije.
— ...
— ¿A dónde vas?
— Al cuadro.
— ¿Cómo que al cuadro?
— Al cuadro.
— ¡No podemos pasar la barandita!
— Shshsh
— ¡No podemos tocar la tela!
— No la toco, mirá.
— ¡¿Qué hacés Matilde?!
— Nada, camino.
— ¿Cómo?
— Así.
— ...
— Me da miedo.
— Pero si no pasa nada
— Por eso.
— Está todo callado.
— Está todo callado, pero hay ruidos.
— Como abajo de la bañadera.
— Abajo no, adentro.
— Eso.
— ...
— ¿Dónde está papá?
— Del otro lado.
— ...
— No hay agua igual.
— Creo que no.
— No hay nada, creo.
— Hay algo ahí, entre el azul.
— Es todo azul, Matu.
— Pero hay algo ahí.
— ¿Qué es eso?
— No sé.
— ¡No lo toques!
— Tarde.
— ...
— No se me despega Carmen, ¿Qué hago?
— No lo tenías que tocar.
— Pero ya lo toqué.
— Y no sé, limpiate en el pantalón.
— ¿En el pantalón?
— Sí, no sé si no.
— No se me sale Carmen.
— No llores. Vení, dame la mano.
— Pero te vas a manchar.
— Dame la mano.
— Bueno.
— No se va.
— Y ahora lo tenés vos también.
— ¿Le decimos a papá?
— No sé.
— ¿Volvemos?
— ...
— ¿Qué ven chicas? ¿Quieren ir yendo que se hace tarde?
— Un minuto más.
— Sí pa, porfa.
— ¿No estuvieron bastante ya?
— Sentate acá.
— Está frío el piso, chicas.
— Dale, sentate.
— ¿Ves que se curva?
— Da un efecto profundo, sí. ¿Sabían que es un azul inventado para esta serie? Es de Yves Klein.
— ¿Pero ves lo de adentro?
— No apuntes con la mano así, no podés pasar la baranda hijita. ¿Con qué te manchaste la mano? ¿Vos también Carmen?
— Nada. Es solo un poquito de azul.
Hola,
Se que no estuve mandando mails por un par de semanas, disculpá la inconsistencia pero Navidad, Año Nuevo y las semanas Omicron ocuparon la gran parte de mi tiempo libre. Se suponía que ya recibido iba a tener tiempo de sobra pero no parece ser el caso; siempre encontramos como ocuparnos del todo.
Este cuento es el primero que hago “por encargo”, o al menos algo parecido a eso. Iba a salir en la revista Medusa pero después le perdí el rastro (puede que haya salido y yo ser tan colgado de no enterarme). En todo caso fue revisado por Ana y Lucía que lo mejoraron considerablemente, si llegan a leer esto: gracias.
Por otro lado empecé un proyecto nuevo (que raro). Se trata de un taller de escritura para algunos de mis amigos. Por ahora estoy con el límite de personas que puedo organizar sin morir en el intento, pero si te interesa recibir un cuento (no mío) y una consigna por semana puedo pasarte lo que preparo.
Para mi propia sorpresa no hice muchas resoluciones de fin de año, más que nada garabatee un par de objetivos generales en mi anotador bajo el título “El año de la rutina” que después taché para “El año de la responsabilidad”. La primer semana del año me cayó la ficha (mientras tenía todos mis neurotransmisores alterados y veía intrincadas tallas incaicas en las sombras de una pared) de que habiendo terminado la carrera de acá en adelante ya no había un sendero a seguir. Te dejo un poema que me hizo pensar en eso:
The Road Not Taken by Robert Frost Two roads diverged in a yellow wood, And sorry I could not travel both And be one traveler, long I stood And looked down one as far as I could To where it bent in the undergrowth; Then took the other, as just as fair, And having perhaps the better claim, Because it was grassy and wanted wear; Though as for that the passing there Had worn them really about the same, And both that morning equally lay In leaves no step had trodden black. Oh, I kept the first for another day! Yet knowing how way leads on to way, I doubted if I should ever come back. I shall be telling this with a sigh Somewhere ages and ages hence: Two roads diverged in a wood, and I— I took the one less traveled by, And that has made all the difference.
Espero que tu año haya empezado bien y no te haya molestado demasiado mi ausencia. Cualquier cosa estoy a un mail de distancia.
Saludos,
Fidel