Ouroboros
El viento del bosque susurraba la noche y el relincho del caballo se entrometía entre el cantar de ranas y cigarras. Los pasos del animal deslizaban silenciosos sobre el barro, la túnica que alguna vez lo había vestido de vibrantes colores no era más que jirones sobre su lomo alto. El frío condensaba su respiración en vapor que se unía a la niebla del suelo anegado. Andaba con el cuello casi al ras del suelo, con la cabeza vencida por los viajes y la mirada humilde de quién vió.
Sobre él, un cuerpo metalizado chirriaba y se unía a sus suspiros. Las piernas iban agarrotadas a los lados del animal, su botas sin lustre y remendadas, las rodillas crujientes por la humedad, la cintura adolorida por los golpes. El torso todavía recordaba algo de su esplendor, pero su armadura había perdido la plata y bajo el óxido ya no reflejaba la luna. Con cada rebote el jinete golpeaba su escudo, el que supo llevar al mitológico pájaro. Con cada balanceo su lanza parecía deslizarse por su guante agujereado.
Sobre la silla andaba entonces uno que había sido hombre, ahora sin yelmo y sin diadema. La cara ajada por tajos y moretones, los ojos que habían refugiado llamas ahora apenas rivalizaban con la ceniza. La cara angulosa y de barbilla escultórica yacía escondida tras una barba crecida que ocultaba sus labios secos, los que tanto tiempo habían buscado una copa. Su cuerpo había olvidado las gentilezas del castillo, su espalda encorvada ya no recordaba su respaldo, sus oídos el sonido de los laudes y las flautas, sus manos ya no acomodarían su silla, ya no se deslizarían por la tabla redonda, ya no sentirían a Blanchefleur.
Sus ojos miraban delante, pero el caballero solo veía la noche anterior. Había sido una más de sus mil noches, había sido la última, pero esto todavía no lo sabía. Veía tras sus ojos un intuido camino, los restos de unos adoquines romanos, pero eso tampoco lo sabía. Recordó la casa junto al río, la que tenía el molino. El sonido de las aspas le hizo creer que allí vivía un buen hombre y no se equivocó. En ese entonces se había apeado y al caer al suelo cien veces cien días de polvo lo habían dejado, golpeó la puerta y apoyó su frente en la madera.
Abrió un hombre que entendió su bretón en tierra gala, pudo escuchar su idioma por primera vez desde abandonar la isla. Frente a este hombre diminuto el otro comió y habló, bebió y contó. Así, el galo supo de tierras donde la arena surca todo el horizonte, conoció montañas coronadas de nieve, junglas con legendarios paquidermos y danzas en islas tropicales. El caballero contaba sus viajes, hablaba su añoranza de la mesa de sus pares y los salones dorados de Camelot, justificaba su búsqueda levantando su cáliz de madera, última de sus pertenencias.
El que siglos más tarde sería francés garabateaba notas sobre papeles que podrían comprar banquetes, sabía que frente a él tenía el alimento para el alma y por eso lo escribía. Percival estrechó su mano y salió a la noche sin dormir, abandonando la casa de Troyes. Estrechó su mano en un saludo, sin saber que aceptaba su inmortalidad. Detrás suyo se cerraba su última puerta, sobre la mesa descansaba cumplido el grial.
Sus ojos retornaron a la noche. Delante se abría el bosque en un campo iluminado. Como si supiese, hizo un último esfuerzo y enderezó su espalda, estiró su cuello y levantó la barbilla. Tomó con fuerza el escudo en su izquierda y apretó los dedos diestros sobre la lanza. Su caballo supo entonces y alzó la cabeza, apuró el paso y abrió camino al claro. Las pezuñas aplastaron los tréboles y se adentraron en un círculo de hongos, el caballero miró al cielo y vió, sobre su cabeza, la luna. Del otro lado del claro un jinete brotaba del bosque.
Su espejo andaba sobre un corcel tan pálido como la espuma del mar. Su armadura parecía forjada de cien estrellas, su escudo recién pintado enarbolaba una cruz roja sobre un fulguroso blanco. La mirada del joven se alzaba como el cielo, sus ojos dos luceros coronados por cejas y pelo en llamas. Levantó una mano veloz, con la confianza de la juventud y la seguridad de quién no tuvo tiempo de dudar. Sir Galahad, anunció. Su sonrisa rivalizaba con las perlas de Ginebra y el fervor de Lancelot.
Destronado, Sir Percival y su corcel se desmoronaron. Cayeron como un rayo sin trueno, como una tormenta de nieve, como un tronco quemado. Cerrado el círculo, se dejaron caer. Debajo de su cuerpo el joven Galahad no encontró el cáliz partido, de madera. Años más tarde, volviendo de la misma búsqueda, lo encontraría debajo de las tapas adornadas de un libro a metros de donde su aventura había empezado.
Hola,
Qué bueno que hayas llegado hasta acá. Ya van tres semanas de corrido con estas ficciones cortas y me encanta compartirlas con vos. Con esta estuve un buen rato dándole vueltas, tenía miedo que no se entienda nada, sobre todo porque resulta que no todo el mundo es fan de los Caballeros del Rey Arturo como yo.
Este texto nació de un taller de escritura que hago con Ana Sevilla. La consigna indicaba escribir un final alternativo para un personaje inspirados en el cuento El Fin de Borges. Ahí aparece un posible fin para el Martín Fierro, este texto quiso ser lo mismo para Sir Percival, considerando la diferencia abismal entre escritores.
Espero que te haya gustado, para mí las historias artúricas son el universo de superhéroes medievales, un poco como los mitos griegos, pero ya con mayor grado de interconexión. Hace mucho tiempo que quiero escribir tres grandes historias: la del ascenso del Rey Arturo, la del conflicto de su reinado y finalmente su caída al luchar contra su hijo, Mordred. Ojalá este sea el primer paso en esa dirección: va a la lista infinita de proyectos.
¿Cómo te trató la semana a vos? ¿Pudiste leer algo que te interesó? Últimamente estoy recopilando todos los cuentos, ensayos y poemas que pueda. Tengo un proyecto nuevo para cuando empiece el año que viene.
Si te gusta lo que hago y querés que continúe podés reenviarle este mail a tus contactos, ellos después pueden elegir suscribirse o no. Sino, vivo a base de cafecitos.
Un abrazo,
Fidel
PD: ¿Qué opinás del copyright y el uso de personajes e historias ajenas? Las leyendas artúricas se basaron mucho en copiar, combinar y transformar historias previas. Parece que eso hoy ya no se puede hacer.