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Tristán levantó la taza que acababa de terminar solo para apoyarla a un costado de la pila de platos. Los vasos usados ocupaban la mayor parte de la pileta y estaban llenos de cubiertos con restos de comida pegada. Abrió el agua caliente, la dejó correr hasta que hizo vapor y volvió a cerrar la canilla. Ahora no, no encontraba las ganas.
Fue a la heladera. Detrás de la puerta lo esperaban dos estantes vacíos, uno repleto de botellas de agua rellenadas y el último todavía con la mancha que había dejado una salsa de tomate que había volcado. Dentro del freezer el panorama era similar, un lomo dentro de una bandeja envuelta en film prometía ser una momificación antigua. Hacía un año que no comía carne.
Levantó el teléfono y buscó en su aplicación el restaurante de comida china mientras tiraba la bandeja helada a la basura. “Pedidos vía app temporalmente en pausa, por favor comunicarse a nuestro teléfono…”. No hay chance, pensó. No llamaría. Lo último que quería era comunicarse con otro humano.
Revisó el catálogo de locales con rápidos movimientos de pulgar. Las ofertas brillaban en sus ojos perdidos. Las fotos a todo color de los platos de comida no lograban tentarlo. Se rascó el costado del cuerpo solo para notar sus costillas marcadas. ¿Hace cuánto que no disfrutaba de una buena comida?
Apareció un mensaje en la parte superior de la pantalla.
—¿Cómo estás bichi, todo bien? —su madre.
—¿Te trata bien la vida solo? —de vuelta.
—¿Qué te estás cocinando? ¿Estás saliendo mucho? Me imagino que debe ser una fiesta. —insistía.
Sonrió y le dolió la sonrisa. Deslizó el dedo hacia arriba para ocultar la conversación. Volvió irreflexivamente a la pantalla de inicio. Doscientas notificaciones de mensajes. Solo pensar en la cantidad de personas a quien debía respuestas alejó su dedo del ícono. Abrió de nuevo la aplicación de delivery, esta vez decidido qué pedir. Seleccionó los gustos, marcó la propina y lanzó el celular sobre el sillón una vez confirmada la compra.
Miró la computadora. El lustre negro de la pantalla lo reflejaba desde el escritorio. Pudo anticiparse a la luz violeta que cruzó la pantalla y se materializó en el espejo.
—¿Y si nunca más se nos ocurren ideas? —Tristeza ahora hablaba con la voz temblorosa. Su color había cambiado y parte de su forma lucía desordenada, caótica.
—No lo sé.
Tristán se mordía las uñas sentado ahora en el suelo. Desde ahí podía ver la mugre acumulada bajo su cama y pegada a los zócalos.
—¿Y si se dan cuenta de cómo estamos?
—Por eso tranquilo, los adultos no se dan cuenta de nada.
Tristeza se mantuvo en silencio, acercándose a Tristán en el reflejo. Casi podía sentirla cuando estaba despierto, la agitación constante, los ojos bien abiertos mirando hacia todos lados, buscando cosas en los rincones.
—¿Decís que no se dan cuenta porque quieren o van así por la vida sin enterarse de nada? — siguió Tristán.
—¿Qué estás diciendo?
—En serio digo. ¿Vos decís que nadie nunca se dió cuenta?
—No sé, de verdad no lo sé.
—¿Cómo se va a dar cuenta el orangután este y no ellos?
—Quizás lo estamos subestimando, parece peligroso.
—Es peligroso, me quiso agarrar.
Tristeza erizó su pelaje y se posó en el regazo de Tristán.
—No tenía por qué acercarse. Yo podía solo.
Se quedaron en silencio otra vez, Tristán tiró la cabeza hacia atrás hasta quedar boca arriba en el suelo.
—Yo siempre pude solo. ¿Qué está pasando?
Recordó el ataque que había tenido al despertar, la sensación de perder el control por primera vez en tantos años. Se había levantado con el pecho comprimido y pensó que de verdad su corazón se detendría y moriría. La realidad se le había escapado, solo podía sentir el sudor frío mezclado con las náuseas y escalofríos. Su mente no dejaba de volver a la habitación que hacía tanto tiempo había creído enterrar en su memoria. Todavía no sabía cuánto tiempo había durado pero sabía que había visto, si es que se puede llamar ver, el sol levantarse mientras él seguía tendido en la cama.
No se había animado a pedir el día en el trabajo, aunque virtualmente había sido indistinto. Por suerte tenía adelantados varios trabajos y su día solo había consistido en entregarlos a cuenta gotas y sufrir una videollamada grupal de cuarenta y cinco minutos donde habló tres.
Ya habían pasado dos días desde el ataque y poco a poco sentía acumularse el terror a sentirlo otra vez . No lograba reunir fuerzas para salir a la calle y menos aún para los planes que sus amigos le habían ofrecido para hoy, viernes. ¿Y si volvía a pasar enfrente de ellos? ¿Y si se caía del colectivo o quedaba indefenso en la calle? No. No, no, no.
El timbre lo sacó de su ensimismamiento.
Se miró al espejo y vió su cuerpo deformado. No pudo tolerarse y se vistió con la remera negra más grande que tenía, cubriendo casi hasta sus codos y rodillas. Bajó descalzo, con la llave en una mano y el celular en la otra. Saludó al chico del delivery con una sonrisa que le dolió, fue abriendo el paquete en el ascensor, tiró el papel madera sobre la mesa y sacó una cucharita de té, de las pocas que quedaban limpias.
Encendió la computadora, cerró el documento en blanco y puso una película. Había dejado el espejito del baño sobre el escritorio para poder ver a Tristeza. Llevó todo a la cama y se hundió entre las almohadas. Puso play y dió un primer bocado a su cena: un kilo de helado.
Hola,
This is akward. Después de anunciar un reencuentro con bombos y platillos desaparecí durante meses. No tengo mucho que decir al respecto, preferí directamente compartirte el nuevo capítulo que escribí de la novela.
No quiero hacerte demasiado larga esta parte. Envío este correo con bastante timidez de hecho, hace mucho que no te dedicaba el tiempo suficiente y estoy algo avergonzado.
Espero que te guste.
Mañana lunes a las 20:00 por Twitch. Además, el podcast está en YouTube, Spotify e Instagram.
Podés ayudarme reenviando este mail, dándome feedback acá o por Twitter o con un cafecito,. Todo ayuda.
Hasta la semana que viene,
Abrazo,
Fidel