Capítulo 22: Pesadillas
Un episodio triple: una voz misteriosa, el tiempo libre de Leila y finalmente una conversación con Camila.
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—No tenés idea de lo poco que me interesa lo que me estás contando.
Cerró los ojos y agitó la cabeza, pero la voz siguió.
—Es más, no entiendo por qué me lo estás diciendo a mí.
Continuó antes de que pudiese contestar. Se mordió la lengua.
—¿Por qué no podés quedarte quieta y hacer algo de silencio mejor? No estoy con ganas de escucharte.
A partir de la tercera vez dejó de intentar ofrecer una réplica.
—Ah, encima llora. Encima llora el alma en pena. No vas a convencer a nadie con tus lágrimas de cocodrilo.
—¡Dale, idiota! Dejate de joder.
—¿Qué hacés arrastrándote así por el piso? ¿No te ves? ¿No ves cómo me hacés quedar?
—Ninguno de mis hijos puede andar así como vos. Me da vergüenza. Moqueando y llorando.
—¡Dejá de taparte la cara! ¡Levante del piso!
—¿No te das cuenta de que la gente nos mira?
—Levantate de ahí te dije. ¿No me escuchaste? No me hagás gritar.
—Que te calles dije, no quiero escuchar una palabra.
—¿Vos me querés hacer sentir mal, no? ¿Es eso?
—¿Y ahora? ¿Me escuchás la voz toda ronca? Dejá de chillar que no es tan grave. Dale, levantate vos ahora.
—¿Ves lo que me hacés hacer? ¿Ves lo que me hacés hacer? ¿Ves lo que me hacés hacer?
Cuando los recuerdos volvieron a segundo plano, se levantó.
***
Leila prendió la pava eléctrica y dejó que la temperatura suba. Sacó su tetera individual y puso las hebras de té negro en la canastita de metal. Ojeó la pava y esperó hasta que marcase ochenta y cinco grados. Apagó el aparato y vertió el agua caliente dejando salir el vapor que acariciaba sus brazos tostados. Sacó una taza, la dejó en la mesa ratona. Apoyó una tabla redonda de madera y encima la tetera aún caliente. Sacó su cuaderno rojo de un cajón, su pluma negra del lapicero y recuperó el libro que estaba leyendo de la mesa de luz. A los cinco minutos exactos sacó la canastita con las hebras y la apoyó a un costado con cuidado de no manchar la mesa. Sirvió la primera taza, dió un sorbo. Suspiró y cerró los ojos.
—Todo estará bien.
Alrededor, solo su habitación callada la pudo escuchar.
***
—¿Entonces cómo es que dividís las emociones? —la voz de Camila lograba tranquilizarla.
—Bueno, primero en dos grandes grupos: placer y dolor.
—Mmm, ¿pero no puede haber dolores placenteros? ¿O placeres dolorosos?
—¿Nunca te quedas con la primera respuesta, no?
Camila sonrió. Probablemente lo tomó como un halago.
—Más allá de las excepciones, y estoy segura de que serán muchas, placer y dolor separan todo en dos. Unas que atraen, otras que alejan.
Podía ver a su compañera ya acostumbrada a llevar su búho, su mochuelo en realidad, sobre el hombro. También empezaba a acostumbrarse a cómo movía constantemente la pierna subiendo y bajando la rodilla o cómo entrelazaba sus dedos una y otra vez en un tic nervioso. Estaba segura de que si fuese por ella estaría anotando cada cosa que salía de su boca.
—Por el lado del dolor tenemos al menos cinco emociones: tristeza, enojo, miedo, asco y aburrimiento.
—¿Solo esas? ¿Nada más causa dolor?
—Jo, algo así, qué difícil lo haces.
—Perdón, seguí.
Vió a Camila apoyar la cara entre sus manos, inclinarse apenas hacia adelante y creyó notar algo de luz amarilla brillar alrededor de ella. Avanzaba rápido en el uso de su emoción, muy rápido.
—Del lado del placer encontré otras cinco: alegría, amor, sorpresa, curiosidad y confianza.
—Así que nosotras dos estamos del lado del placer, qué hedonistas.
Acompañó el comentario con un quiebre de muñeca. Poco a poco se iba soltando. Apenas se parecía a la chica que había llegado temblorosa la primera vez.
—Al parecer las personas aquí tenemos una emoción predominante. No sé exactamente cómo son elegidas o por qué a cada una ha de tocarle algo distinto, pero no vi muchas excepciones.
—¿Pero viste alguna, no?
Es rápida, pensó. Con cada pregunta sentía un destello amarillo volar desde ella, eran pequeños golpes energéticos que la hacían querer responder sus preguntas y hacerse algunas ella misma.
—Sí, he visto alguna, pero ahora no viene al caso. Primero las bases.
—Daleee, no seas así.
—Luego, Camila. En serio. Esto es lo que querías saber la última vez. Ya llegaremos a eso, confía.
Prácticamente no tuvo que usar su emoción; la chica era aguda, pero tendía a creerle espontáneamente.
—Bueno pero no me voy a olvidar.
—Ya sé que no. ¿Sigo?
—Por favor, seguí.
Mientras explicaba, el mochuelo caminaba por la habitación dando saltos. Se asomó al baño y hurgó debajo de su cama. Camila nunca hizo un ademán de detenerlo, Leila hizo lo posible por ignorarlo.
—Una persona puede regular emociones ajenas y alimentarse de ellas, para bien o para mal.
—¿Cómo alimentarse? ¿Y a qué te referís con regular?
—Una absorbe y emana emociones, algo así como “las vibras”.
—No me vengas con delirios new age, porfa. —Camila la interrumpió.
Leila rió, pero miró de costado hacia la piedra que dejaba en la mesa de luz debajo del velador. Por suerte el pájaro estaba más interesado en recorrer su cocina y se tomaba su tiempo en investigarla.
—No es nada de eso. Es sencillo, puedes causar tu emoción predominante en los otros a voluntad. Si quieres incluso es posible lograr aumentar o reducir cómo sienten otras personas.
—¿O sea que vos podés estar haciéndome confiar en vos en todo momento?
Leila se frenó en seco. Rápida.
—Sí y no. Mira, si yo uso mi emoción de forma demasiado violenta puede que te des cuenta y el efecto sea contraproducente.
—¿Y si lo hicieras con sutileza?
Camila se había sentado ahora de piernas cruzadas sobre el sillón, la espalda encorvada hacia adelante y su cara cada vez más cerca de Leila. Comunicaba su curiosidad con el cuerpo entero.
—Podría no notarse entonces y hacer que confíes en mí o dejes de hacerlo.
—¿Sólo funciona entre nosotras?
—¿Cómo?
—Si solo podés cambiar lo que yo siento por vos o si podrías hacerme desconfiar de alguien más.
—Ambas.
—Ajá.
Se quedaron en silencio.
—Qué peligro —agregó Camila. —¿Y entonces yo te causo curiosidad?
La pregunta agarró a Leila con la guardia baja. Agradeció su palidez fantasmagórica en ese momento.
—Emm, bueno, sí. Lo haces. Pero… ¿Ya crees que lo logras conscientemente? A mí me tomó tiempo…
—Te estoy cargando, che. Te pusiste nerviosa.
Camila se llevó la mano detrás de la cabeza y sonrió mirando hacia abajo. Por un segundo, Leila se concentró en ella, pero una sombra fugaz en el espejo la hizo perder su expresión en un instante.
—Creo que es hora de que te vayas.
—¿Cómo? —Camila movió la cabeza de golpe, sorprendida.
—En breve sonará mi despertador, aquí son varias horas más tarde.
—No pasa nada, me voy cuando te despiertes.
—En serio, me da algo de vergüenza que me veas durmiendo.
—Me da intriga igual, ¿puedo quedarme viendo cómo seguís tu día? ¿Vos sabrías que estoy acá?
—Cami, por favor, ahora no es momento de tus preguntas. Ve.
Se acercó a ella y agarró sus manos. Miró por encima de su cabeza y luego a sus ojos. Le costó mantener la mirada fija. Usó apenas su emoción para darle calma. Le dió un beso en la frente.
—A descansar señorita, acá las adultas tenemos que empezar a trabajar.
Camila se perdió por un segundo en los iris verdes, su respiración se calmó y relajó los músculos por instinto. Bajó los ojos y cuando volvió a levantarlos no logró ocultar una sonrisa.
Cuando quiso volver a concentrarse en la mirada de Leila, la habitación desapareció. Al pestañear pudo ver su cuerpo durmiendo en la cama. Ver su propia cara solo aumentó su rubor.