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Interludio: Amores
I
Vera abrió la última caja solo para encontrar un electrocardiógrafo empolvado. Le saltaron las lágrimas.
—La puta madre, papá.
Ni una sola foto, entre las dieciséis pilas de papeles, las cuarenta y dos cajas, los doce cajones, ni siquiera caída detrás del escritorio. Ni una sola foto de ellos juntos.
—¿Por qué te me tenías que morir ahora?
Vera acomodaba en canastos las cosas de su padre. Llevaba tantos años atendiendo el consultorio para él, conocía cada una de las fichas médicas, las invitaciones a congresos, los manuales de aparatos que nunca leía. Había repasado cada recoveco de su escritorio, solo había encontrado recetas amarillentas y arrugadas.
—¿Nada, en serio?
La mujer volvió a repetir el procedimiento de toda su tarde: sacó el cajón hasta el fondo, lo miró por arriba y dio vuelta el contenido sobre el escritorio. Cayeron lapiceras, una cinta scotch, radiografías en bolsas deshechas, dos saquitos de té sin usar, la tapa de una botella, un folleto de prevención de enfermedades cardíacas.
—¿Nada?
Vera pateó el escritorio, para enseguida agarrarse el pie mientras puteaba al aire todavía con la zapatilla entre las manos.
Ese era el último cajón. Tomó su contenido entero y lo tiró dentro de una bolsa de consorcio. Ya llevaba cinco apiladas al lado de la puerta con la mayoría de lo que había atiborrado la vida de su padre. Todavía no había encontrado ni rastro de lo que buscaba. Sobre la mesa solo conservaba un reloj, una pluma y una moneda de colección.
Dió por terminada la limpieza del escritorio y levantó la vista. Su padre nunca había tenido decoraciones sobre las repisas, ni una foto, ni un monigote dibujado, ni un cenicero hecho a mano.
Las paredes solo vestían cuadros (nada de láminas ni reproducciones), sus títulos enmarcados y una biblioteca repleta de libros. Libros, libros, libros.
Los tomos de tapa dura estaban ajados de tanto abrir y cerrar, sus hojas amarillas por el tiempo. Los títulos se extendían por las espinas quebradas, Cardiovascular Medicine and Surgery, Case-Based Clinical Cardiology, Practical Cardiology… Extendió la mano y sacó un tomo tan pesado como la pérdida. Lo abrazó y se tiró sobre la silla de su padre, sobre el cuero negro que hasta hace solo unos días lo había sostenido. Todavía lograba sentir cómo el respaldo estaba acostumbrado a otro cuerpo.
Presionando el libro contra ella, Vera giró sobre el eje de la silla y la habitación rotó alrededor suyo. Dejó que sus ojos se perdieran en el remolino de cuero, madera, papel y lágrimas. Cuando frenó, estaba llorando. Otra vez.
A través del agua de sus ojos, notó una pequeña muesca en el libro. Una hoja que sobresalía, desprolijidad poco propia de su padre. Lo abrió y el marcapáginas la hizo dar con la hoja adecuada.
Ahí encontró una foto de su padre con una bebé en brazos.
Tomó otro libro, dejó fluir las páginas entre sus dedos. De nuevo, la frenó el marcapáginas, otra foto. Su padre con una nena de seis en su primer concierto de violín. Ambos con cara impasible frente a la cámara.
Otro libro. Lo ojeó de nuevo por arriba. La frenó la página doscientos treinta y seis. Una foto. Dormida, una adolescente con su vestido de quince llevada a caballito por su padre.
Otro libro, otra foto. Otro, otra. Una y otra vez. De libro en libro, de recuerdo en recuerdo, Vera dejó más de cincuenta fotos sobre la mesa.
Hizo un esfuerzo para desviar su río del álbum.
Detrás, en el reflejo de la ventana, en la locura del atardecer de la ciudad, un elefante rosado cambiaba de forma. Dejaba su cuerpo retorcido, de colmillos partidos y piel corrompida, para recuperar su majestuosidad original.
—Te quería. —escuchó Vera.
II
—Así viví, solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente, hasta que tuve un accidente en el desierto del Sahara hace seis años.
Ramiro se aclaró la garganta y siguió. Adrián se acomodó en la silla y estiró las piernas por debajo del banco que compartían, sus zapatillas rozando las de su compañero.
—Era, para mí, una cuestión de vida o muerte.
Adrián se deslizaba en la silla, fluía con su cuerpo entero. Los pantalones ajustados remataban en zapatillas enormes, una gorra le ensombrecía la cara, su remera negra lo cubría, estampada con un kanji del tamaño de su espalda en blanco.
—Estaba más aislado que un náufrago sobre una balsa en el medio del océano.
Ramiro se mantenía más erguido, con una pierna estirada y la otra sobre la silla, sosteniendo ahí el libro con una sola mano. No lograba ubicar la otra. Primero la dejó sobre su muslo, después colgando a un costado, finalmente retraída sobre el respaldo de su silla.
—Miraba entonces esta aparición con ojos como platos de asombro.
Adrián levantó la cabeza apenas, giró su cara para mostrar su perfil de nariz geométrica y ojos suaves. Miró hacia atrás por encima del hombro, no había nadie en la biblioteca. Nunca había nadie en la biblioteca. Menos aún donde estaban, en el entrepiso, medio a oscuras, solo con el brillo indirecto de una luz.
—Cuando por fin logré hablar, le dije:
Ramiro frenó, puso un dedo entre las hojas y dejó que el libro se cerrara. Miró a un costado. Se encontró con los ojos de Adrián que volvieron de inspeccionar los alrededores. Los ojos se entrecruzaron unos segundos. Ramiro levantó la mano, la que no sabía dónde poner, y la apoyó, el dorso primero, en la mejilla de Adrián. Él tomó su mano, se envolvió con ella, la hizo cubrir su cuello, su hombro, la dejó descansar en su cuerpo. La entrelazó con los dedos de su mano, cruzándola en un abrazo como una banda. La dejó ahí, sobre su corazón.
Toman aire, se sienten la respiración, se escuchan el pulso.
—Seguí. —dijo Adrián y acostó su cabeza sobre Ramiro.
Ramiro se mojó los labios, respiró hondo.
—Cuando el misterio es demasiado impresionante, uno no se atreve a desobedecer.
En su muñeca, el reloj de pantalla negra reflejaba dos erizos rosados, el uno contra el otro.
III
—La, La, La.
Emilio repetía la nota en el piano mientras intentaba vocalizar en simultáneo.
—La, La, La.
Sintió un tirón en la garganta. Se llevó una mano al cuello, estiró la otra para agarrar la botella de agua y tomó.
El cuaderno de hojas pentagramadas lo esperaba enfrente, repleto de anotaciones y tachaduras.
Miró el reloj, las doce menos veinte. La ventana solo dejaba ver esa penumbra tímida que es la noche en la ciudad.
¿Ya había cenado? Miró para abajo y puso las palmas sobre la panza. Escuchó el ruido, el croar de su estómago. No, no había comido.
Apoyó las manos a los costados del banquito, pero justo antes de impulsarse hacia arriba vio la última línea del pentagrama. La que no había llegado a cantar. Inspiró, hizo sonar sus muñecas girándolas y enderezó la espalda. Estiró los dedos sobre las teclas y empezó de nuevo.
En el piano, se veía, sobre el reflejo de la madera barnizada, una tortuga que avanzaba al ritmo de las infinitas repeticiones. El rosa de su caparazón se retorció alterando su forma correcta.
Hola,
Espero que esta semana te haya tratado bien. La mía fue una montaña rusa de días geniales y otros muy malos. La gatita que inspiró el personaje de Tristeza, Mora, murió el jueves. Nunca es fácil perder a un animal, sea humano o no. Por suerte tengo a toda mis seres queridos cerca que hicieron de un mal momento lo mejor posible.
Contrastados con la muerte, los demás momentos suenan superfluos. De todas formas fui a la facultad, seguí averiguando por un posible doctorado, investigué como mejorar el newsletter, leí y salí con mis amigos a comer más rico que nunca. Creo que hacer es el mejor antídoto para la parálisis que me genera la tristeza, ¿Cuál es el tuyo?
No te saco más tiempo.
Como siempre, voy a estar mañana lunes a las 20:00 por Twitch hablando de biología, ciencias y filosofía. Además, el podcast está en YouTube, Spotify e Instagram.
Para darme una mano podés mandarme un cafecito, reenviar este mail a quien le interese o responderme con algo de feedback acá o por Twitter. Todo ayuda. Estoy investigando cómo hacer un Patreon o sistema de suscripciones de Mercado Pago, decime si es algo que te interesaría.
Hasta la semana que viene,
Abrazo,
Fidel